ANA MERCEDES HOYOS EN “OTROS SALONES”
Entrevista publicada en la edición #44 del periódico Arteria. Junio, 2014.
Versión corregida y aumentada.
Humberto Junca: ¿Recuerda un maestro, una clase, una experiencia ya sea dentro o fuera de la academia que haya sido fundamental para usted, que la haya ayudado a ser quien es hoy en día?
Ana Mercedes Hoyos: Yo realmente llevé a cabo mi entrenamiento artístico en “la universidad de la vida”. Eso es lo que digo a quienes me preguntan. No me habían dado un diploma, hasta hace un tiempo, cuando me otorgaron un grado honoris causa en la Universidad de Antioquia. Pero, desde mi primera infancia me acerqué al arte, gracias a mis padres, Manuel José Hoyos Toro y Ester Mejía Gutiérrez. Mi padre era ingeniero y arquitecto. Él es el autor de muchas de las casas de Teusaquillo, de Quinta Camacho, de San Felipe y de La Merced. Además, diseñó el concepto urbano de todos estos barrios, con una firma que tenía, “Martínez y Hoyos”. Y mi mamá era una gran dama. Pertenecía a una familia paisa que se radicó en Cundinamarca. Ellos llegaron aquí, a echar azadón, y se destacaron en la agricultura y la industria. La familia de mi madre es una familia de colonizadores, de la manera más antioqueña que se pueda imaginar.
H.J: ¿Usted es hija única?
A.M.H: Yo tengo una hermana menor, María Elvira.
H.J: Hábleme de su educación básica.
A.M.H: A ver le cuento: yo comencé a educarme junto a mis dos primas, con una profesora que venía a mi casa todos los días, hasta que entré a cuarto de primaria al Colegio Marymount, y allí duré once años. Mientras tanto, ya le dije que mi papá era un hombre muy culto, y como era inquieto y le gustaba viajar, yo estuve con él en Europa y en los Estados Unidos, conociendo muy de primera mano, la cultura de otros lugares y sus museos maravillosos. Entre mis nueve y mis diez años, vivimos en Madrid, y mi papá me llevaba, semanalmente, al Museo del Prado. Y recuerdo que nos sentábamos frente a “Las Meninas” de Velázquez, y él me hablaba mucho de cómo estaba construido ese cuadro, porque tiene una profundidad impresionante. Todo ese conocimiento arquitectónico, estructural y pictórico, me lo fue transmitiendo así. Y por eso, más que ser artista, yo me considero una “constructora”. Eso, definitivamente, se lo debo a mi papá. Y fíjese que después, me casé con Jacques Mosseri, otro arquitecto, otro constructor.
H.J: ¿Se acuerda de otros artistas en El Prado?
A.M.H: Me acuerdo también, mucho, de Goya, de la forma en que retrató la violencia política de su tiempo, y de cómo mi papá trataba de explicármelo. Y le digo que, no sé porqué, mi papá siempre se ubicó en la cuadra donde estaba toda la política. El 9 de abril de 1948, nosotros vivíamos en la carrera16 con 39-A, y las vecinas de un lado, eran las hermanas de Carlos Lleras, y a dos cuadras residía Gaitán. Por eso mismo, nosotros vivimos las tensiones y las luchas políticas de primera mano. Recuerdo, que todo el 9 de abril lo pasamos en esa casa. Otra vivienda que tuvimos, fue en la calle 39 con la carrera 15, en una cuadra donde vivía Laureano Gómez, la hija de Laureano Gómez, Rojas Pinilla, Roberto Salazar Gómez, Carlos Lozano, Fabio Lozano, Abelardo Forero Benavides…
H.J: ¿Qué recuerda del 9 de abril?
A.M.H: Me acuerdo, que por la mañana, fui al Cementerio de Bogotá, al de la calle 26, con mi abuela, y sentimos un ambiente muy pesado. Ya en la tarde, escuchamos un escándalo tremendo, que venía de la calle. A Gaitán lo matan a medio día, y por la tarde, la noticia comienza a saltar de boca en boca. Y por esa carrera 16, pasó toda la revolución esa. Al día siguiente, me enfermé grave, y a mi papá le tocó ir a la farmacia, por las drogas, por entre los antejardines, saltando tapias. Después de eso, el ambiente en Bogotá quedó convulso. La ciudad se volvió violenta. Y esa atmósfera no se ha acabado. Pero, por otro lado, tanta cosa mala, produce en algunos grandes esperanzas. Mi papá era un tipo sensacional, que le veía a todo el lado bueno, y eso también me lo inculcó a mí.
H.J: ¿Su papá coleccionó arte?
A.M.H: Él siempre estuvo cerca de artistas, y a algunos les compró obra. Así conocí a Gonzalo Ariza, quien siempre me hablaba maravillas de mi papá, lo estimaba muchísimo.
H.J: Entonces, Ariza frecuentaba su casa.
A.M.H: No. Mi papá frecuentaba su taller. Así como frecuentaba el taller de León Cano.
H.J: ¿Su papá dónde estudio?
A.M.H: Mi papá estudió en el Colegio de La Salle, y luego se graduó como ingeniero civil, con especialización en Arquitectura, en la Universidad Nacional.
H.J: ¿Qué recuerda de sus años en el Marymount?
A.M.H: Mi colegio era la cosa más maravillosa del mundo. En mi colegio, le enseñaban a uno, primero que todo, a ser feliz. Después le enseñaban a saberse portar, y después le enseñaban gramática, aritmética, geografía… pero en inglés y en español. El Colegio Marymount, pertenecía a una comunidad de religiosas que había venido de Nueva York, y cuando yo entré era relativamente nuevo. Su tipo de pedagogía era diferente, pues los colegios privados tradicionales en Bogotá eran como europeos, dirigidos por comunidades religiosas muy conservadoras.
H.J: ¿Cómo les enseñaban a ser felices?
A.M.H: Pues, mire, le voy a contar que eso no es tan difícil, y hoy en día yo lo veo muy palpable, en una comunidad como la de San Basilio de Palenque. ¿Cómo logran sus habitantes sobrevivir a años de esclavitud y a tanto racismo y discriminación? Pues por la felicidad. Y ¿cómo se manifiesta? Pues de fiesta en fiesta. Y ¿qué es la fiesta? Pues la celebración de la vida. Así, en el Marymount, había todo tipo de celebraciones y de eventos: concursos de canto, campeonatos deportivos, bazares, fiestas de integración con colegios masculinos; porque claro, en ese momento no habían colegios mixtos en Bogotá. El Marymount era una fiesta tras otra. Y yo tampoco fui una alumna muy destacada; estudiaba lo que tocaba estudiar y ya. Cuando me gradué, lo hice en un tipo de bachillerato comercial, al estilo gringo, que no me dio ningún diploma. Pero, fíjese, que hace seis meses en el Marymount, me dieron una condecoración como la ex alumna más destacada desde que el Colegio ha estado en Colombia. Este es de los reconocimientos que más me han tocado, le cuento.
H.J: ¿En el Marymount tuvo clases de arte?
A.M.H: No. Pero mientras estaba en el colegio, tuve clases particulares con Luciano Jaramillo. No duraron mucho, porque Jaramillo era el hombre más buen mozo que había en Bogotá, y además, era un bohemio, y eso era un peligro; nada más atractivo para una niña de quince años, que un bohemio.
H.J: ¿Cómo eran esas clases?
A.M.H: Era pura pintura de caballete, al óleo, eso no pasaba de ahí. Mire, la enseñanza del arte es muy complicada, y lo que yo le diga que aprendí en esas clases, son mentiras; yo no aprendí a pintar ahí. Si usted quiere aprender a pintar, tiene que leerse los tratados de pintura, y ponerse a experimentar.
H.J: ¿Qué tratados leyó usted?
A.M.H: Yo tengo todos los libros técnicos que usted quiera, y los libros de pintores que usted quiera. Sin embargo, el pintor que más me interesa ahora es Zurbarán. Si empiezo a pensar en construcción, en constructivismo, incluso en cubismo; tengo que coger por ese lado, por el lado de Zurbarán y Caravaggio. ¿Sabe que soy yo? Yo soy una estudiosa. Estudio la técnica todos los días, y estudio la historia. La historia del arte y la historia de las sociedades donde surgió, porque nada se produce gratuitamente. Así sé porqué Velázquez llega a toda esa tranquilidad, y a toda esa soltura, y porqué Zurbarán llega a ese rigor, a ese orden y recato tan impresionante: el uno fue el pintor de la Corte y el otro fue el pintor de la Iglesia. Por eso Velázquez es mucho más anecdótico, mientras Zurbarán es un artista austero, religioso, un místico. Y sin embargo, los dos tienen la misma influencia: el Barroco italiano, encarnado por Caravaggio.
H.J: ¿Cuándo decide ser artista?
A.M.H: Le digo, con toda la franqueza, que yo no creo que haga arte; lo mío es “la construcción”. A mí el mundo del arte me parece falso. Claro, yo pinto y esculpo; pero, esos son los medios que empleo para construir. A mi lo que me gusta, es construir en imágenes. Y considero válido e importantísimo, el poder de la imagen.
H.J: Entonces, cambio la pregunta: ¿Cuándo cree que se interesó en el poder de la imagen?
A.M.H: Yo pienso visualmente desde muy chiquita, porque me tocó ver mucha cosa. Al desplazarme tanto de lugar, al ir de un lado al otro, me volví una niña extraña. Fui una desadaptada, y tal vez, me defendí de eso, atesorando todas esas cosas que veía en mis viajes. Por ejemplo, mi interés por la raza negra viene de la primera vez que estuve en Estados Unidos, en Miami, y me subí a un bus y vi que las dos filas de atrás eran sólo para la gente de raza negra. ¿Qué tal esa segregación tan violenta? Eso me pareció extrañísimo, y aún lo recuerdo.
H.J: ¿Usted se sintió segregada?
A.M.H: ¡Por blanca, sería que me segregaron! Después, viví muchas experiencias en Estados Unidos y en Europa, como latinoamericana; pero no como mestiza, porque el físico mío no da para eso. Pero el estigma de ser colombiana es fuerte. Y en ciertos sitios, se lo recuerdan a uno, a cada rato. Eso sí, yo estoy muy orgullosa de mi procedencia, yo soy la colombiana más orgullosa que tiene este país.
H.J: ¿Cómo resulta estudiando arte en Bogotá?
A.M.H: El esquema escolar, en ese entonces, para una niña, era este: una salía del colegio, perfectamente capacitada para casarse al otro día, y tener una gran familia, y ser una gran señora. Sin embargo, esa idea nunca me cuadró mucho, y cuando salí del Marymount, pues me tocó pelearla…
H.J: Entonces, ¿sus padres no la apoyaron con su decisión de ser artista?
A.M.H: ¡Claro que no! Nosotros vivíamos en una sociedad así de cerrada, y mi papá lo que quería, era que yo me casara bien y punto. Pero pese a todo, mis padres permitieron, a regañadientes, que tomara clases en la sede femenina de la Javeriana, en donde había una carrera de Arte y Decoración, y otra de Bacteriología. Y allá también me sentí totalmente desadaptada; sin embargo me enseñaron cosas interesantísimas, fundamentales, como el dibujo lineal, la geometría descriptiva, y tuve clases de Historia del Arte con Francisco Gil Tovar.
H.J: Después usted se pasa a Los Andes, ¿se aburre de la Javeriana?
A.M.H: Yo me aburrí en todas.
H.J: ¿Porqué?
A.M.H: Mire, el que se considera artista puede caer en dos trampas. La una, el volverse un teórico aburrido, al que le faltan los recursos plásticos por no tener la técnica aprendida, por no manejar el oficio. La otra, es volverse un artesano que maneja muy bien el oficio, pero a quien no se le ocurre nada, porque no lee, no estudia, no investiga. Tanto en la Javeriana como en Los Andes, parte de eso me tocó a mí: tuve profesores sin talento, sin oficio o sin inteligencia. Y eso es lo que veo, que ha sido la constante de la enseñanza universitaria en las carreras creativas. Además, como yo terminé en el Marymount con un tipo de educación que no avalaba el bachillerato colombiano, pues no pude entrar a hacer ninguna carrera. Así que, de nuevo, me metí a tomar unas clases, esperando no sé qué. Y en Los Andes vuelvo a decepcionarme, era otra escuela femenina: había un hombre y quinientas mil mujeres. Y no había mucha disciplina, ni se veía la organización necesaria en una buena escuela de arte. Pero no todo fue tiempo perdido, pues vi Historia del Arte con Marta Traba, Dibujo con Julio Castillo y Humanidades con Abelardo Forero Benavides. Pero, las clases donde había que untarse la mano, no tenían mucho método. Yo no aprendí a pintar nada allá.
H.J: ¿Usted fue compañera de Beatriz González?
A.M.H: No. Beatriz González es mayor que yo.
H.J: ¿Y a usted no le tocó Roda?
A.M.H: Sí. Pero Roda no era buen técnico. El único profesor que tuve en Los Andes, que verdaderamente sabía de técnica, y que la enseñaba súper bien, fue Armando Villegas. Afortunadamente, él me dictó una clase en primer semestre. Y bueno, le repito que hay que destacar a Marta Traba. Ella era una mujer excepcional. Yo no solamente fui su alumna; sino que también nos volvimos muy amigas. Cuando conocí a Jacques Mosseri, ella era novia de Rogelio Salmona, y andábamos para arriba y para abajo, pues mi esposo y Salmona eran colegas, y además, sus familias pertenecían a la misma comunidad de sefarditas franceses. Así, yo iba por la mañana a Los Andes y por la noche me iba con ellos a “El Cisne”, un cafetucho que quedaba en la calle 26 con séptima. Era un lugar muy pípiri pao. Allá, nos encontrábamos con Fernando Martínez Sanabria (“El Chuli”), con Feliza Bursztyn, con Santiago García, con Nicolás Suescún, con Álvaro Cepeda Samudio, hasta Gabo se aparecía a veces. Esa sí era una Escuela de Arte, para que vea. Allá me la pasaba todas las noches, y luego, después de las doce, salíamos a caminar hasta la Plaza de Bolívar. Y nos manteníamos a punta de tinto.
H.J: ¿Cuántos semestres aguantó en Los Andes?
A.M.H: Por ahí unos cuatro o cinco semestres. Y fíjese, como yo era amiga de “El Momo” del Villar, y él estudiaba en la Nacional, en algún momento resolvimos juntar las dos escuelas: me llevé a Luis Caballero para la Nacional, y me llevaba al “Momo” y a Darío Morales a Los Andes, y eso era una blasfemia. Mientras tanto, Marta Traba había puesto el Museo de Arte Moderno, en un cuchitril que quedaba al final de un pasaje, en la séptima con 24. ¡Y viera las exposiciones que se hicieron ahí!
H.J: ¿De qué año estamos hablando?
A.M.H: Por ahí 1964 o 1965. La primera exposición individual de Botero, la hicieron ahí. Y también la exposición de los modernos venezolanos, claro sin Soto. Y nosotras, Aseneth Velásquez, Pilar Caballero, Marta Plazas -las alumnas de Marta en ese momento-, hicimos las visitas guiadas de esas exposiciones. Marta fue una escuela importantísima, una gran maestra. Ella no fue una “científica del arte”; pese a todo lo que sabía, ella pensaba con el hígado, era supremamente pasional. En algún momento, tuvimos una peleita interesante, cuando me fui a Nueva York y me vinculé con ese medio, pues Marta era muy reacia a todo eso del conceptualismo y a parte del modernismo. Pero siempre tratamos nuestras diferencias de manera personal, nunca fueron públicas. Yo tengo guardadas unas cincuenta cartas de Marta. Voy a ver si las publico.
H.J: ¿Cuál fue su primera exposición individual?
A.M.H: Mi primera exposición fue en la Galería Ud. (Usted), que tenía Clemencia Lucena y que quedaba en el Parque de La Independencia. Expuse dibujos y un par de pinturas, y fue genial porque llegaron mis amigos y compraron todo: Salmona, “El Chuli” Martínez, todos ellos me apoyaron mucho. Desde ese momento, se veía en lo que yo hacía, esa tensión entre la abstracción y la figuración. Soy una “constructora”; pero siempre he tenido que representar algo.
H.J: Hábleme de cómo llega a interesarse en la raza negra, de cómo llega a Palenque.
A.M.H: Mi interés por la cultura negra, se la debo a la historia del arte moderno, mas exactamente, al cubismo de Picasso y Braque, quienes miraron las formas del arte africano, analizando las máscaras de la exposición del Museo del Hombre, en París. Ellos vieron, asombrados, cómo esas culturas africanas deconstruyen, simplifican y reconstruyen geométricamente, las formas, los cuerpos, los rostros. Ese fue mi primer acercamiento a la cultura negra, y me apasioné tanto, que me puse a pintar máscaras y a ver a Picasso, y a estudiar a Cézanne.
H.J: Y ¿cómo llega a Palenque?
A.M.H: Porque tengo un apartamento en Cartagena, y en una pasada de esas, hace mas de veinte años, empecé a mirar los platones que cargan las palenqueras en la cabeza, esos donde llevan las frutas. De Cartagena me fui a Nueva York, y vi emocionada una exposición de Caravaggio en el Metropolitan. Él tiene una cosa maravillosa, y es que fue el primer artista popular. Por ejemplo, tomó la canasta de frutas, la cosa más común, que se veía en todos los mercados, y la pintó como un elemento individual y creó un género nuevo: el bodegón. Esa pintura de la canasta, la vi allá, en Nueva York, después de haber visto los platones con frutas de las mujeres de Palenque, y empecé a hacer múltiples asociaciones. Vinculé imágenes de aquí y allá. Es que yo no puedo mirar el arte desde un punto de vista local. Creo que el cubismo me interesó tanto, justamente, por su “universalismo”. Y todo eso, me llevó a pensar en cómo “la universalidad” de un suramericano, se puede manifestar a través de las tradiciones de las culturas de las que venimos; vinculando lo europeo, lo indígena y lo africano. Así, empecé a interesarme y a acercarme a esa cultura, y usted no sabe lo que yo he aprendido de la sabiduría ancestral de San Basilio de Palenque. Mire, hace unos cuatro o cinco años, hice allá, una investigación acompañada de un muchacho palenquero llamado Danilo Cáceres, con unas armas potentísimas, que son: una cámara fotográfica y una grabadora. Nuestra idea era escarbar, ir más allá de la superficie de una comunidad que ha sido declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO. San Basilio de Palenque tiene 2.500 habitantes y entre ellos estuvimos recopilando información sobre su cultura: su pensamiento, sus creencias, su medicina, su música, los deportes que practican, las fiestas que celebran… por eso le digo que he corroborado la importancia de la alegría através de la gente de Palenque; porque Palenque es una fiesta.
H.J: Entonces, esas mujeres que usted pinta hacen parte de su investigación, son parte del documento.
A.M.H: Es que todo lo que yo he hecho es documentar. Y con el documento, a la vez, he construido.
H.J: ¿Ha conocido personas fundamentales para usted en Palenque?
A.M.H: ¡Claro! Por un lado Zenaida Urrola, una mujer maravillosa, una vendedora de frutas que es mi comadre, que es amiga mía hace muchísimos años. Yo he pintado a Zenaida muchas veces. Y por el otro lado, Rafael Cassiani, un músico estupendo de 73 años, líder del Sexteto Tabalá, quien trabaja perpetuando la tradición de sus abuelos, de los esclavos cubanos que trajeron a Cartagena. Es la música más interesante que usted se pueda imaginar. La marímbula y la timba, esos instrumentos que interpretan, fueron construidos acá, siglos atrás, por los mismos esclavos. Con Cassiani somos muy amigos, y nos apoyamos mucho. De hecho, hace una semana logré que el Parisbas Cardif, presentara al Sexteto Tabalá en el acto de inauguración de su sede, junto a la Sinfónica de Medellín. ¡No se imagina ese prodigio!
H.J: ¿Usted ha dado clases, ha tenido experiencia como docente?
A.M.H: Yo dicté clases en la Universidad Nacional, cuando fui profesora invitada, en el último año del Taller de Pintura. Y eso me pareció apasionante. Aunque tuve un curso muy problemático. Me tocó llegar y buscar a los alumnos, uno por uno, por el campus. Cuando los logré juntar les dije: “Bueno, ustedes tienen un semestre para sacarle partido a este edificio, a sus caballetes, y poder terminar lo que empezaron. Caminen, para ver qué es el cuento”. Y empezamos a intercambiar ideas. Yo les dije que una Escuela de Arte no era para crear genios. Les dije que yo no creía en los genios; sino que había que ponerse a trabajar, y aprovechar la información de los individuos, de las carreras, de todas las disciplinas y medios que ofrece la universidad.
H.J: Si los genios no existen, ¿cómo explica usted a personajes como Caravaggio, Velázquez o Picasso?
A.M.H: ¿Sabe qué son ellos? Ellos son unos rebeldes. La persona que logra rebasar los límites de las convenciones, más que ser un genio, es un rebelde. En el caso de Caravaggio, el tipo era tan problemático, que la Iglesia, que era la que mandaba y decía, en ese momento, qué había que hacer y cómo, prohibió sus obras por un tiempo largo. Y fíjese lo curioso: la manera en que llega Caravaggio al Barroco español, es justamente, a través de la Iglesia. Pacheco, el profesor y suegro de Velázquez, el profesor de Zurbarán, viaja a Italia y se entrevista con todo ese mundo eclesiástico, entra a los aposentos de los Cardenales y empieza a ver todos esos cuadros, que no eran públicos, y le encantan, y los estudia. Y por eso, lleva el estilo de Caravaggio, lleva ese tipo de pintura a su yerno. Y por eso, terminan pintando así en España; pintando como pintaba el rebelde.
H.J: Y ¿usted es una rebelde?
A.M.H: Pues, me tocó. Me tocó ser rebelde. Yo me salté mil convenciones. Me puse a pintar y a andar con intelectuales. Y luego, me fui a Nueva York a casarme por lo civil con un judío -con Jacques, fuimos e hicimos cola en el City Hall, y ya. Eso en su tiempo, fue una herejía. Y para colmo, nos quedamos un mes viviendo en el Albert Hotel, que era un nido de hippies donde no funcionaba nada. Si yo le contara. ¿No le digo, que yo fui una bohemia que aprendió lo que aprendió, en la “universidad de la vida”? Pero, ¿sabe qué cambió mucho desde entonces, y que es muy difícil de reversar, y muy difícil de comprender? La pérdida de aquel ambiente intelectual tan rico, y su reemplazo por el ambiente del entretenimiento. La cultura desapareció, la bohemia desapareció, y fue engullida por el entretenimiento, por eso que se nos presenta como “cultura” en los medios masivos. Por eso, a veces, uno tiene que aislarse y desconectarse, para defenderse del entretenimiento. Porque una cosa es la alegría, y otra cosa, muy distinta, es el entretenimiento.
H.J: Usted tiene una hija, Ana Mosseri, que también es artista.
A.M.H: Sí. Lo curioso es que Ana, toda la vida, me dijo que no iba a ser artista. Luego se fue a Nueva York a estudiar y cambió de opinión. Y desde luego, ella ha tenido todo mi apoyo. A Ana le ha tocado muy duro. Tiene dos hijas, y las crió sacrificando todo. Por eso, en estos últimos años ha sido más mamá y más maestra que artista; pero ahora, que las niñas ya están grandecitas, ha retomado su trabajo. Ana tiene una grandísima ventaja, y es que es muy estudiosa del oficio, eso lo heredó de mí.
H.J: ¿Fue difícil para usted ser madre y artista a la vez?
A.M.H: No. Fue difícil para mi hija.
H.J: ¿Cree usted que se puede enseñar a ser artista?
A.M.H: ¡Claro que no! Se pueden dar las herramientas para que las personas creativas desarrollen su trabajo; pero, ¿quién dice quién es un artista? Eso sí depende del tiempo y de las circunstancias. El hecho de pertenecer a América Latina, es sensacional y dificilísimo, y no garantiza nada; porque aquí, uno todavía está en una “subcultura”, donde está todo por hacer. Así que puede que lo que uno haga trascienda, permanezca y sea importante; el tiempo lo dirá. Pero ni yo sé si soy artista, ni puedo enseñar a serlo.